Yo siempre supe dónde estaba el Norte,
el talento o el genio literario.
Siempre lo vi llegar sin demasiado estruendo,
y el tuyo lo atisbé apenas asomaste
el hocico fruncido por el odio,
esa especie de ira que te llevaba puesto
sin que te detuvieras un instante
en los porqués del resto de la gente.
Qué te importaba a ti la gente toda,
si se te había muerto la cordura,
la poca que te ataba al estallido.
Hice lo imprevisible
meter los dedos en tu oscuro enchufe
y comprobar si seguías con vida a pesar del discurso.
Y ahí estabas tú, tan desolado,
tan herido de muerte que te importaba un bledo
que la muerte arrasara cualquier vida.
Nos electrocutamos mutuamente,
sin un sólo quejido
y mira que han pasado incontables tragedias
que a otros los hubieran borrado de la red.
Que yo escriba carece de importancia,
pero tu genio no puede perderse
por más que se lo pierdan los caídos del guindo.
Ambos sabemos que el talento es un lastre
que te obliga a exigirte lo que a nadie,
pero es un don también que necesito
como el agua que bebo.
Piensa en mí cuando escribas el libro interminable,
que aún sigo teniendo sed de ti.
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