El imposible está mordiéndome en la nuca
sin trampa ni cartón y sin romanticismo
que llevarme al placer que me derrite.
Por eso es que, quizás, mis paisajes
se olvidan de las mieses ondulando en el aire vespertino
sus cabelleras rubias
y se detienen poco en el vuelo de aves
y en sus nombres silvestres.
No me divierte nada detallar los colores del alba
o la copa de rojos del crepúsculo
y rara vez me siguen las bellas mariposas
por los campos de fresas de los sueños.
Me cuesta descifrar el curso de las aguas,
desde el torrente prístino al azur prodigioso,
medir su transparencia,
disfrutar su caricia, degustar su frescura,
y tan sólo distingo al árbol ribereño
por la sombra que ofrece en la canícula.
Respondo fugazmente al ritual de la rosa
que finge ser la rosa,
al misterio lunar con sus dos caras,
al céfiro apacible
que mueve los visillos de mi alcoba con mano de sigilo,
al arrullo nocturno de la fuente manando su canción enamorada
y me duelen "un toco" las vértebras del cuello
si me abstraigo torcida,
observando el fulgor de las estrellas.
¿Qué harás con una tipa que no puede centrarse
en la belleza tibia de su entorno
sin que se le acalambren los músculos del alma
por falta de potasio?
¿De qué podrás hablar con una cabra
que siempre tira al monte de la fatalidad
y el rastrojo impertérrito,
del que hasta Orfeo huye?
(De Eurídice mejor hablo otro día)
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