El tiempo era un vacío insoportable, un hueco
que no llenaba el mundo ni el amor ni la muerte.
Mi cráneo era la jaula de un verbo carniseco,
mi pensamiento el eco del grito de lo inerte.
Nada me complacía más allá del instante
impulsivo y febril en que me desataba
como una furia insomne de deseo acuciante,
perdida en los pasillos de mi negra alcazaba.
Me salvó de la quema un Arcángel de fuego,
un Azrael siniestro prendido a mis pezones
con su mantra infinito, como un amante ciego
sólo atento a mi gozo y abierto a mis pulsiones.
Me descubrí en su esencia y aprendí a descifrarme
bajo los siete velos de mis traumas hirientes,
si más profundizaba para dilucidarme
menos hondo el mordisco de sus feroces dientes.
Me tropecé de golpe, trastabillada y loca,
con la gracilidad de su cuerpo intangible.
Desesperadamente se me llenó la boca
de quejas reclamando su beso impredecible.
Todos los versos, todos, pasaban por mis manos,
dejándome tormentas de flores en las sienes,
mágicas coordenadas, lúcidos meridianos
de todos los amores y todos los desdenes.
Me imaginé poeta como otra se imagina
ser feliz en la vida, dejar huella en la historia;
solamente poeta: golpe de adrenalina
para impulsar la sangre que guarda mi memoria.
Moldeé las palabras con mis dedos de arcillas
y de teluria extraje celestiales vocablos,
recé todos los credos en todas las capillas
y le puse los cuernos a dioses con diablos.
Salté por la ventana de mis contradicciones
y me partí en pedazos, tan frágil y rotunda,
que me sigo buscando sin consideraciones
en todas las aceras de la letra fecunda.
Y ahora, desde el suelo, es fácil ser gaviota,
primavera en invierno, verdad en la mentira
y ser una leyenda siendo una mujer rota.
La poesía es eso: arder en una pira.
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