Ahora que soy mayor para opositar a hindú, me da pena la vida.
Todo lo que está vivo me conmueve, así que evito pisar bichos en el campo, aparto delicadamente a las hormigas culonas que se me suben a la tortilla, o a las empapuzadas de Coca Cola, no vaya a ser que me trague alguna sin apercibirme, y me la paso eludiendo los nuevos brotes cuando camino por el pinar cercano.
Algo extraño me está sucediendo. Las malas hierbas rebosan mis arriates de flores y tienen toda la pinta de llegar a convertirse en algo parecido a la selva orinoco-amazónica. Ayer mismo se me cruzó en el paso una cucaracha de color caramelo y desvié la vista, simplemente, pese a la enorme fobia que me inspiran y que siempre me llevó al pisotón certero sin pensármelo dos veces.
Me estoy ablandando como un soufflé y me dedico a mantener vivos a animales viejos y con taras: Un periquito índigo con una sóla pata útil, que no se mantiene en pie ni entrenándose; un perro absolutamente sordo que me mira con cara de desconcierto porque el silencio mundial debe parecerle una conspiración en toda regla; una gata bulímica que disfruta provocándose el vómito a base de hierbajos y decorándome las alfombras, un conejo negro y enano que se llama Romeo al que su Julieta dejó en mis manos por incordiante y por aquello de que a tí que te gustan tanto los bichos te va a encantar, y algún loco que otro, consentido.
Ahora que me queda poca, me da pena la vida.
Sin duda, estoy kaputt.
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