El mundo está poblado de extraños imprecisos
que me sirven de escala a hespérides vernales
colgadas del peligro babilónico.
La voz de un extranjero con su enigma
me habla sin tapujos en mi idioma de signos
y en mi misma frecuencia se despoja de sueños
que serían inútiles sin mí
o incluso no serían.
Su voz, sin imponerse, me provoca,
tira de mí mientras se escurre julio
licuado en la canícula del alma
por nuestras bocas turbias.
Hoy me puse jazmines en el pelo
(las rosas en la cara me incomodan)
porque me está mirando desde que sale el sol
(ni libélula, ni mujer)
el mismo que acontece por mis salvajes montes
y acorrala mis brumas en verano
contra el sexo del aire.
El sol es esa hostia de lujuria ecuménica
que comulgamos juntos y sensuales
por si mañana llueve
y ni siquiera
podemos inventarnos.
La voz de un extranjero
por excitarme
juega a morder el tiempo y el espacio
con los dientes feroces
de un escualo de vidrio.
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