No me quedó otra opción que autoexiliarme,
abandonada sobre la enorme cama
bajo el ventilador de aspas incesantes.
No hubo un mejor plan para la piel ardida
por 42 grados a la sombra,
mientras la pierna chorreaba sangre
tan densa como negra
y en la mente, veloz se coagulaba
cualquier idea blanca.
Todos estaban muertos,
lejanamente muertos
en otra dimensión de la palabra,
no nos sentíamos
y no nos conocíamos.
Ahora,
en el espejo me recuerdo a alguien
pero aún no consigo redefinir su rostro.
Probablemente soy la decepción de alguno
que tampoco recuerdo.
Desde luego,
soy la mía.
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