Septiembre ya no es tiempo de vendimia.
La atmósfera mutó con el ardor brutal
del ferroagosto
y se perdió de nuevo la cosecha
de todo el vino amargo
con que vengaba ayer mis cicatrices.
Mis ventanas de día dan a rostros vacíos,
y yo me vierto como un agua sin cántaro
anegando las sendas de la noche,
y regreso formada de extravío
-toda rotura y toda cementerio-
el maletero lleno de palabras
sin boca para amarlas
ni manos para asirlas.
Acelero en la curva,
me ciño y acelero, por ver si me evaporo
en la siguiente recta de silencio.
Pienso, más de lo mismo,
hasta que el alba lame los cristales del auto
y el berbiquí del frío taladra la memoria.
Después,
con los ojos de lunes y encinta de distancia,
imagino sonrisas para el niño
que me sujeta viva hasta el domingo.
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