Siempre elegí las muertes que vivir.
No me detuve en sus consecuencias ni pensé en daños colaterales, porque admití los riesgos inherentes a saltar del auto en marcha.
Me reconozco como una especie de suicida emocional sin huesos que romper, porque todos se fueron fisurando con el paso del tiempo.
Tengo poco que dar y nada que perder, así que no temo al fracaso, al que sólo puedo vencer, puesto que me asumo fracasada de antemano.
Sólo lo inevitable me seduce. La montaña que avanza como un hombre y desecha la lógica al mirarme con los ojos del instinto.
Yo elijo las esposas que me atan al cabecero sádico de la vida y elijo la pistola que pueda darme el tiro de gracia, sin cerrar los ojos frente a la fosa repleta de cadáveres, que se abre ante mí, maliciosamente acogedora.
Elijo al que sonríe en mi nuca, mientras me pide que abra la boca, para que la bala pueda salir libre, y hasta me doy el capricho de oponer mi voluntad a la suya, encajando las mandíbulas, porque soy yo y sólo yo la que elige a quién salpico con mi sangre.
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