Es oficio lo mío para el payaseo.
Una simple cuestión de ingenio para salir por la tangente de la indiferencia, aunque la perra babeante de la amargura me ladre hasta en los sueños.
No sé por qué me pliego al photoshop del alma, si debo ser la única que no me río al observarme lívida en la foto.
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A mi primer amor no le agradezco nada, salvo el proceso químico que puso en marcha, como podría haberlo hecho otro, porque la dopamina y la serotonina eran parte de mí.
Con la edad entraron en juego otros matices pero entonces, era tan poco romántico el asunto que por eso fue olvidable.
Es a mi último amor a quien le debo el alma que perdí en el camino.
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Por el relámpago en que se cruzaron nuestras miradas, nos amamos para siempre.
Después la cajera me devolvió la Visa que guardé en el billetero, mientras él colocaba sus compras sobre la cinta transportadora.
Con una prisa fuera de toda lógica, empujé el carro que pesaba como si llevara dentro el bagaje de toda mi vida, y desaparecí de su campo visual sin volver la cabeza ni una sola vez.
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Yo veo lo invisible, tengo un arte especial para ver lo oculto en la lejanía.
Pocos secretos y menos emociones están a salvo de la delicada virtud de mi ojo fanático.
En las distancias cortas, sin embargo, no soy tan eficiente y más de una vez me falla estrepitosamente la intuición.
Por algo dicen que el amor es ciego.
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Tiene hambre de mí.
Soy carne cruda y congelada, expuesta en la vitrina del desarraigo, pero él tiene hambre.
Se ha comido mis brazos, mis muslos, la parte derecha de mi cabeza y hasta mis alas desplumadas, pero sigue mirándome con ojitos caníbales cuando las tripas le hacen borborigmos.
Tiene un hambre ancestral que sólo saciará si se come mi boca.
Esta boca mía de urraca tísica devorancianos, y más si son cubanos e insaciables.
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